TEXTO Y FOTOS: SUSANA HIDALGO & PEDRO ARMESTRE // Sólo hay un momento al día en el que Yaya Balde, en la penumbra de su habitación, consigue estar a solas, concentrada en ofrecerse atenciones. Yaya se ocupa de Yaya. Ocurre al mediodía, después de lavarse en la parte de atrás de su casa en el pueblo de Ga Santim, en el norte de Guinea Bissau. Yaya recoge sus ropas y se adentra semidesnuda en la estancia. Se sienta en la cama y se pone crema en el cuerpo. El acto no dura más de 10 minutos. No hay ruido, ni prisas. Yaya se echa la crema y se queda tranquila. Sin ruido, sin niños, sin peticiones de Yaya, haz esto o lo otro.
Yaya en un momento de descanso en su vivienda de Ga Santim (Guinea Bissau). (c) Pedro Armestre
Es su respiro y ocurre a mediodía. Antes, desde las seis de la mañana, Yaya, de 60 años, no para. Barre la casa y la ordena. Con otras dos mujeres muele el cereal a un ritmo frenético. Con los restos de ese cereal da de comer a las gallinas. Saca agua del pozo. Con el agua riega el pequeño huerto. Para cultivar tiene la ayuda de Ousmane, uno de sus cinco hijos. Lava la ropa y la tiende a secar al sol. Y sigue con otra tarea. Y luego otra. Con paso firme, sin flaquear. Sin queja ninguna. Se hace difícil seguir su ritmo.
Yaya empieza a cocinar arroz en varias perolas pero deja el fuego al cuidado de otras mujeres porque tiene que salir a un bosque cercano a cortar leña. Hasta allí se encamina con su machete, se adentra entre los árboles donde acechan las cobras. En quince minutos ya está de vuelta hacia el poblado llevando sobre su cabeza en equilibrio el peso de distintas ramas atadas. Después de comer atiende a los niños del poblado. Los pocos ratos libres los dedica a sus oraciones musulmanas.
En todo ese tiempo, Umaru, su marido, ha estado sentado a la sombra, hablando con otros hombres. Ella no se queja: “Él está mayor, cuando era más joven me ayudaba en la labranza”. Para mantener la casa, esta mujer recibe la ayuda de Uma, la segunda esposa de su marido que practica la poligamia. Yaya solo protesta cuando piensa en que le gustaría que en el pueblo hubiese un tractor: “Para no tener que hacerlo todo con las manos”.
En África los poblados funcionan porque las mujeres son las que tiran de la vida diaria. Ellas son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse. Como el marido de Yaya, los hombres suelen pasar el tiempo reunidos, charlando entre ellos o tratando asuntos propios de la comunidad. En el poblado de Ga Santim, a la hora de comer las mujeres y los niños comparten un mismo recipiente de arroz con salsa de aceite de palma mientras que los hombres comen en un lugar aparte. Este retrato de un punto de Guinea Bissau se podría extrapolar a muchos lugares del continente: las africanas son las que más trabajan y, sin embargo, su derecho a la educación no está garantizado al cien por cien. La migración masculina hacia las ciudades más grandes o hacia Europa las ha dejado en un punto más vulnerable aún. Muchos poblados ofrecen un panorama de mujeres y niños sin apenas hombres adultos.
Distintos momentos de la actividad diaria de Yaya. (C) Pedro Armestre
Yaya parece feliz con su vida, no conoce otra cosa. “He nacido aquí, he vivido aquí, he tenido a mis nueve hijos aquí”, cuenta. Dos de ellos murieron, otros tantos han emigrado a otros lugares con más oportunidades de trabajo. Para Aua Keita, activista de los derechos de la mujer y perteneciente a la ONG Aprodel, la clave está en cambiar la mentalidad de los hombres y las mujeres. A ellas hay que otorgarles “educación, salud, medios y empoderamiento“, señala Keita, que recorre los poblados de la región guineana de Bafatá impartiendo talleres sobre igualdad. La ONG Alianza por la Solidaridad apoya la labor de esta activista y de Aprodel en la zona.
El caso de Aua Keita es un referente para muchas mujeres en Guinea: estudió en Cuba gracias a una beca y se licenció en Ingeniería Agrícola. Decidió regresar a su país para implementar sus conocimientos y ayudar así a los más necesitados. “Lo esencial es que las mujeres estén informadas y conozcan sus derechos. De esa manera se implican en buscar soluciones que mejoren su vida. Aprenden incluso que no necesitan a un hombre para sobrevivir”, señala Keita. Ella se esfuerza para que mujeres como Yaya conozcan sus derechos y, dentro de sus posibilidades, cuestionen que no todo lo tienen que asumir porque así lo imponga la tradición.
Además de asumir todas las tareas del hogar, las mujeres africanas normalmente trabajan en la agricultura o la venta en mercadillos para aportar ganancias al núcleo familiar. Como ilustra la escritora de Benin Agnès Agboton, “las mujeres hacen un trabajo silencioso en África para que la casa no se caiga”. El caso de Yaya también lo corrobora: “Vendo las cebollas de mi huerto para obtener algunos ingresos”, explica.
Yaya carga agua sobre su cabeza desde el pozo hasta su poblado. (C) Pedro Armestre
Salvo contadas excepciones, en África las mujeres no tienen derecho a la propiedad ni a heredar tierras, y eso las hace ser dependientes. En todo el continente, las mujeres representan el 60% de la fuerza laboral y producen el 80% de la alimentación, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Pero, sin embargo, el porcentaje de propietarias de la tierra es anecdótico y apenas llega en países como Sudáfrica o Tanzania al 1%. En Guinea Bissau recientemente ha ocurrido un hecho histórico, y es que por primera vez un grupo de 320 mujeres han conseguido los documentos legales que las acreditan como dueñas de unos terrenos. Pero son casos excepcionales. A la mujer en África aún le queda mucho que avanzar para que su empoderamiento sea definitivo. Aunque en eso no se diferencia mucho de las mujeres de otros continentes con más desarrollo.