Actualización Marzo 2014: Hace tiempo que no sabemos nada de Amina. De manera periódica llamamos a su teléfono móvil pero desde el pasado verano nadie responde al otro lado del celular. Mantuvimos el contacto después de nuestro encuentro en el monte Gurugú. Meses después nos contó que quería pasar la frontera hacia Melilla escondida dentro de un coche, pero que para ello necesitaba los 3.000 euros que le pedían las mafias. Semanas después, perdimos su rastro. Esta es su historia.
VIDEO, FOTOS Y TEXTO: PEDRO ARMESTRE / SUSANA HIDALGO
(Este cortometraje ha sido finalista en los certámenes de documentales sobre Derechos Humanos de SOS Racismo y de Médicos del Mundo de 2013). Otoño de festivales para Amina.
Amina Cámara se sintió esa mañana fuerte, pensó que podía hacerlo, que tenía la agilidad suficiente, pero cuando se enfrentó a la doble valla de seis metros de altura que la separaba de su sueño de entrar en Melilla flaqueó, dejó de correr, miró hacia atrás y vio a su marido, Fade, tirado en el suelo con una brecha en la cabeza de una piedra certera tirada por un policía marroquí. Ella se detuvo de golpe, se bloqueó y los agentes la sacaron de allí a rastras. «Me llevaron a comisaría, allí mentí y dije que estaba embarazada para que no me llevasen a Oujda, ¿conoces Oujda? Allí no es nada fácil para una mujer», relata esta senegalesa de 25 años, la única mujer que resiste en el monte Gurugú entre el medio millar de subsaharianos que esperan su oportunidad para saltar la valla hacia Melilla.
Pulsa sobre la imagen y accede a la galería que describe la vida que Amina y otros muchos subsaharianos padecen en el monte Gurugú. © Pedro ARMESTRE
La mujer entrecierra los ojos porque le molesta el humo de la hoguera y comienza su relato: «Me llamo Amina, vivo en el monte Gurugú con mi marido, Fade. Soy la única mujer aquí, el resto son hombres. He intentado atravesar la valla, pero para una mujer no es fácil, es muy duro». Habla sentada alrededor de un fuego que alimenta con las ramas del bosque. «Es mi marido, estamos casados», insiste ella mirando a Fade. «Legalmente», agrega él, risueño, y Amina y otros subsaharianos alrededor se ríen por ese juego de ilegales en el bosque, legales en el matrimonio.
«Oujda». Amina, como muchos de sus compañeros, se estremece cuando nombra esta ciudad del Rif. El destino que todos temen, porque saben que la policía y los militares marroquíes abandonan a unos 20 kilómetros de esta ciudad, en mitad del desierto y muy cerca de la frontera con Argelia, a los inmigrantes subsaharianos que han arrestado previamente en el monte Gurugú. Sin agua y sin comida. Organizaciones como Médicos sin Fronteras y Prodein, que asisten a las víctimas, corroboran estas denuncias.
Amina sorteó ese día el infierno de Oujda, pero se sabe vigilada por los militares marroquíes, que todas las mañanas, a eso de las cinco, o a las seis, levantan a sacudidas el campamento que los subsaharianos han construido con esmero con lonas y piedras. A veces es la policía, otras el ejército. «Los militares vienen, nos queman las cosas, nos vierten las ollas con la comida. No tienen piedad de nadie, ni de mí por ser mujer. Hace una semana me cogieron para llevarme otra vez a Oujda, me negué con toda mi alma, pero cada agente agarró de un extremo de la manta donde estaba tumbada y me levantaron a la fuerza del suelo. Lloré, grité que no podía ir, que estaba enferma, entonces me llevaron en ambulancia al hospital de Nador. Fue lo que me salvó del desierto. A las horas regresé aquí, al monte con mi marido», recuerda.
En el campamento, Amina y Fade han hecho piña con otros senegaleses. Ella es uno más y no ha sufrido ninguna falta de respeto, cuenta. El terreno, de una manera organizada, está repartido por nacionalidades. Y así se llaman entre ellos: los cameruneses, los guineanos, los malienses. “Somos hermanos, amigos”, explica Yigu, camerunés, que destaca que entre tanto sufrimiento por lo menos les queda la fraternidad que se ha creado entre ellos. El grupo de Mali y de Costa de Marfil comparte un primer asentamiento pequeño a la entrada del monte, casi al borde de la carretera que constantemente vigila la policía marroquí, la visible y la secreta. Otra decena de guineanos ha preferido asentarse al lado de una pequeña charca, comen de una olla una pasta hecha con harina y cebolla y aseguran, señalando a uno de ellos que está dormitando con las manos sobre la cabeza, que el hombre tiene malaria y que nadie le atiende. Muchos tienen heridas en la piel que están infectadas, con gasas que llevan semanas sin cambiar.
Amina y su marido Fade, en el campamento del monte Gurugú. Pulsa sobre la imagen para ver la galería de fotos. © Pedro ARMESTRE
Hay pequeños asentamientos, pero la gran mayoría comparte una explanada, en lo alto del monte, muy semejante a los campos de refugiados. Allí unos juegan a las damas, otros escuchan música de un transistor a pilas, otros rezan en el espacio al que llaman “mezquita”, muchos están sentados alrededor de las pequeñas hogueras y hablan del futuro, de las heridas, de los compañeros que han desaparecido y de los que no saben nada. “Esto es todo lo que hacemos, no hay nada malo, no estamos cometiendo ningún crimen, no haríamos daño a nadie si nos dejan entrar en España”, señala Sheriff Kambalé, de Guinea Conakry, que lleva un año en el bosque y que, como otros muchos, denuncia que consiguió entrar una vez en Melilla pero la Guardia Civil le devolvió de nuevo a Marruecos. Esa noche el ambiente está tranquilo en el campamento, pero todos están en alerta por las redadas que hace prácticamente a diario el ejército marroquí. “Al amanecer y a veces también vienen por las tardes, nos levantan a palos”, afirma Ahmed Soumahoro, de Mali.
Un inmigrante atrapado en Marruecos en su camino a Europa consulta su teléfono móvil. © Pedro ARMESTRE
Los subsaharianos conocen lo que pasa al otro lado de los 12 kilómetros de valla, que en España hay crisis económica y que no hay trabajo, pero cuando se les comenta los problemas que hay en Europa con la recesión ponen cara de circunstancias. “Si hay crisis en España, entonces de la de África mejor no hablamos, ¿no?”, contesta con seguridad Ousmane, un chaval de 15 años de la Costa de Marfil que quiere ser futbolista en Europa. Él y otros preguntan por Alemania, Holanda, Noruega, Bélgica. ¿Cuántos países hay en Europa?, demanda uno de los chicos. ¿Se tarda mucho en aprender español? ¿Dónde está Barcelona? Otro pide el dibujo de un mapa para situarse: El monte, la valla, Melilla, el mar, la península.
En este ambiente ha pasado Amina los últimos ocho meses. Su vida transcurre sin apenas dormir, escondiéndose de la policía, pasando frío y calándose por la lluvia, recogiendo agua potable a más de tres horas de camino y alimentándose básicamente de arroz y cous-cous. Su marido ha construido para los dos un pequeño espacio íntimo, una choza hecha con piedras y plásticos, donde caben a duras penas dos personas tumbadas y algunos en-seres personales. Amina lo mantiene limpio y ordenado. «Es mi casa», dice orgullosa.
El miércoles pasado por la noche llovía sin parar sobre el campamento de subsaharianos y la choza, como en otras tantas tormentas, estuvo a punto de venirse abajo. “Está todo empapado, estoy muy cansada”, contaba ella.
Amina intentó saltar una vez la valla de Melilla pero no tuvo fuerzas. Galería de imágenes de esta mujer senegalesa pinchando sobre la fotografía. © Pedro ARMESTRE
La idea de trepar la alambrada no se va de la cabeza de Amina y de Fade. Son tajantes cuando se les pregunta por la posibilidad de renunciar al salto y regresar a Senegal: “No”. “En África faltan medios, si te quedas allí hay sufrimiento. Y tenemos que prepararnos para el futuro…”, explica ella. Él enlaza sus pensamientos: “El futuro de los niños, el sustento a la familia. Eso es todo. Por eso queremos intentar trabajar en Europa. Para ayudar a la familia, eso no es ningún crimen”.
El matrimonio se ha quedado atrapado en el limbo del monte Gurugú y de ahí solo miran hacia la frontera. “Antes de quedarnos aquí en el bosque intentamos llegar a España por mar, nos montamos en una zodiac. Pero las autoridades españolas nos interceptaron y nos devolvieron en Marruecos, ahora queremos saltar la valla, no tenemos más oportunidades”, insiste Fade, cocinero de profesión. “El mejor cocinero del mundo, mucho mejor que yo”, dice ella, orgullosa, mientras él reparte entre sus compañeros un cous-cous hecho al fuego de una pequeña hoguera. Fade salió de su país con su libro de recetas especializadas en gastronomía francesa. “Pero aquí, en el bosque, lo he perdido todo”, se lamenta.
Amina ha trabajado como camarera. Primero en Senegal y luego en Mauritania. «Es lo que conozco, lo que sé hacer», dice humilde. Fue su profesión la que la unió a Fade. Él fue quien le pidió la primera cita. «Nos conocimos en el mismo hotel de Nouakchott en el que trabajábamos. Él era el jefe de cocina, yo una de las sirvientas. Nos encontramos y luego Dios hizo el resto», afirma Amina. «La primera vez la invité a salir en el restaurante, delante de todo el mundo…», sigue él. Emprendieron la vida juntos y vieron que África del Oeste, el Sahel, estaba azotado por la crisis alimentaria. No era el lugar donde podían prosperar. Dejaron a su hija Fatou de cinco años con unos familiares en Thies (Senegal) y emprendieron camino hacia el norte, hacia su soñada Europa. Desde entonces Amina apenas ha podido hablar con su hija: «Aquí en el bosque no hay dinero. No es fácil ganar el dinero para llamar».
Campamento de inmigrantes subsaharianos dentro del monte Gurugú, en la frontera de Marruecos con Melilla. © Pedro ARMESTRE
No hay dinero para llamar por teléfono, para comida tampoco. Los subsaharianos sobreviven de los alimentos que algunos vecinos marroquíes y españoles que han cruzado la frontera les acercan a los límites del monte con la carretera. Ella echa de menos también otras cosas. Amina se pasa las manos por las orejas llenas de agujeros y su gesto se tuerce: «Ni me acuerdo cuánto tiempo hace que no llevo pendientes, ya no parezco una mujer». Lleva el pelo recogido, el rostro limpio y el cuerpo cubierto con una chaqueta de chandal y una falda larga. Suspira y mira al cielo: «El bosque es sólo sufrimiento. Solamente. No sabemos qué día esto va a terminar. Sólo Dios lo sabe».
Especial mujer en África.
Hamid ha saltado la valla cinco veces. Video
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One Comment on “Amina, la fuerza del Gurugú”
ali
21/11/2013 a las 21:19
hola atodos y todas soy marroqui vivo en melilla tengo familia en el barrio chino muy serca del monte gurgu y la verdad que esta pobre gente no hace mal a nadie solo buscan una hoportunidad para pasar a europa atras dejan familia hijos padres lo pasn muy mal hasta llegar hasta marruecos y una vez que llegan al monte gurgu lo pasan a un peor la gente que vive alrededor es muy pobre a un asi les ayudan en loque puenden com un poco de comida o ropa laverda que cuando losveo digo que injusta es la vida unos com tanto y otros sin na no deveria aber fronteras y cada persona tiene derecho hacer su vida donde quiera o pueda el hambre es muy malo y ellos asen loposible sobre vivir en fin que no sele olbide anadie queson personas y como personas tienen el mismo derecho que todo el mundo esto losque tienen que intervenir es launion uropea porque el problema no es ni marruecos ni españa estos paies sola mente lo usan de pasaso para irse ahotros paises que tienen mas hoportunidad porque en españa esta lacosa muy mal un saludos atodos