Sobre Marina:
Esta es mi primera novela. Nací en Madrid en 1974 y soy periodista. He publicado relatos en varias revistas (Muchoviaje, Panfleto Caleidoscopio) y he colaborado como reseñista en medios digitales como Culturamas y Literaturas.com.
En 2009 participé en el libro de relatos Camarote 503. Dieciséis historias desde el Bremen (Editorial Mandala/Lápiz Cero). Soy autora del blog Área de Descanso. (accede al blog pulsando sobre la foto)
MARINA FERNÁNDEZ BIELSA // Los patos de Central Park (Alfaqueque Ediciones, 2011) parte de una frase de Holden Caulfield, protagonista de la novela de J.D. Salinger El guardián entre el centeno. “¿Adónde van los patos de Central Park cuando se hiela el lago?”, se pregunta Holden. A nadie parece importarle, nadie parece tener la respuesta y le toman por tarado cuando la hace. Refleja bien la incomprensión y la soledad que se siente en los momentos de cambio vital. De eso trata la novela. Diana, la protagonista, tiene 30 años y un presente insatisfactorio. Los sueños adolescentes se han esfumado y la realidad le ofrece poco. Una oferta de trabajo en una ciudad de la costa es la excusa a la que se aferra para huir de Madrid, pero tampoco acaba de adaptarse a su nueva vida, en la que el único aliciente son los encuentros con Víctor, un amante maduro con el que mantiene una relación sin compromisos ni ataduras.
En su soledad, Diana rememora escenas de su infancia, recreando los años 80, y recuerda las dos historias que han marcado su vida: la de Miguel, amor de infancia y adolescencia, ahora ya casado y a punto de tener su primer hijo, fantasma que aparece y desaparece, del que Diana parece no querer deshacerse. Y la de Óscar y Rebeca, con quien formó un trío inseparable durante los meses que duró el curso de COU, una amistad que sólo duró unos meses pero cuya huella no ha podido borrarse. Durante años, Diana sueña con reencuentros que, cuando se producen, no son como ella había imaginado. El único encuentro con Rebeca en doce años fue para enterarse de que Óscar había tenido un accidente y estaba en coma. Han pasado cuatro años y Diana decide visitar a Óscar, que vive a pocos kilómetros. Pero no se ha recuperado de las secuelas del accidente y ahora es alguien distinto al amigo que ella recuerda. Esa visita transformará a Diana, que tomará decisiones sobre su presente y su futuro.
¿ADÓNDE VAN LOS AVIONES? (Extracto del libro)
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A veces sigo preguntándome adónde van los aviones. Cuando veo una uñarada brillante que rasga el cielo, ascendiendo hacia el azul, me acuerdo de la pregunta de Óscar: “¿Adónde irá ese avión?”. La pronunciaba cada vez que veíamos un avión, como una señal indicando el futuro. Aquel año en que se forjó nuestra amistad, Óscar no dejaba de soñar con viajes que le permitieran conocer otros mundos. Siempre estaba hablando de ir a Praga o a Munich; le fascinaba Europa, quería recorrérsela entera. Acumulaba información, mapas, reportajes, folletos del Interrail y planificaba itinerarios. Su sueño era irse a vivir a Londres. “Porque es muy gris, porque siempre llueve”, decía. A Óscar le encantaba la lluvia. Insistía en que le animaba y, aunque Rebeca y yo no lo entendíamos, con él aprendimos a disfrutar de los aguaceros, a alegrarnos cada vez que llovía. Cuando había tormenta, en verano, Óscar salía a la calle, a mojarse. A empaparse de naturaleza, repetía. A contracorriente. “¿Adónde irá ese avión?”, preguntaba, señalando el cielo. Rebeca y yo seguíamos su dedo y los tres nos permitíamos soñar.
Óscar, Rebeca y yo formamos un equipo sólido e indestructible durante aquel memorable año de COU. Nos supimos especiales, elegidos, únicos. Con ellos descubrí que hay noches que valen por toda una vida y aprendí que la única amistad que perdura es la que consigue construir un mundo propio e infranqueable para los extraños. Tejimos una amistad vedada a los demás, hilada de complicidades musicales y literarias, de guiños y bromas sólo nuestras, de secretos e intimidades de las que todos los demás estaban excluidos. Óscar y Rebeca fueron los dos pilares a los que me aferré para intentar construirme a mí misma, dos iguales con los que me sentía realmente como quería ser. No eran una meta a alcanzar, como Miguel; ni enemigos de los que defenderse, como casi todos los compañeros del colegio; ni amigos de conveniencia como los de la sierra.
Sigo sin entender qué pasó y no dejo de preguntarme cómo dejamos que pasara. Y por qué no hicimos nada después.
Desde el futuro las cosas se ven más claras. Pero eso no quiere decir que se entiendan mejor. O que se entiendan, sin más.
No he vuelto a tener amigos como ellos.
***
La frase que selló nuestra amistad y nos habría de unir para siempre, encadenándonos también a Óscar, la pronunció Rebeca en un recreo: “¿Adónde van los patos de Central Park cuando se hiela el lago?”. Yo adoraba El guardián entre el centeno y siempre llevaba un ejemplar en la mochila. Descubrir que Rebeca conocía la novela y el hecho de que hubiese elegido precisamente esa frase para iniciar una conversación supuso para mí una especie de revelación, como si nuestra amistad estuviera predestinada.
Rendimos culto a ese libro. De Holden Caulfield, nuestro antihéroe particular, admirábamos su descaro, su rebeldía, y compartíamos con él la estupefacción ante el mundo. “La gente nunca se da cuenta de nada”, grita Holden desde las páginas de El guardián. Al igual que a él nos costaba dejar de ser niños y afrontar que no hay ningún guardián que nos salve del abismo que se extiende tras el campo de centeno. Y que es necesario atravesarlo para crecer, aunque crecer signifique vagar, como Holden en Nueva York, por una ciudad desconocida y hostil donde a nadie le importa adónde van los patos de Central Park en invierno.
No fue hasta muchos años después cuando me enteré de que esa misma novelita que nosotros veneramos por contener la mejor de las enseñanzas inspiró al asesino de John Lennon. La noticia me interesó tanto que indagué sobre Mark David Chapman, un muchacho inadaptado y mentalmente inestable que, con 25 años, se creía Holden Caulfield. El guardián entre el centeno y John Lennon le obsesionaban y, en algún lugar de su cerebro inmaduro, la mezcla resultó peligrosa. Su admiración inicial por John Lennon se volvió desprecio paulatinamente, a medida que crecían su fanatismo religioso y sus depresiones. Vivía en Hawai, paraíso para muchos que para Mark se convirtió en el infierno donde desarrolló sus obsesiones: la adoración por la novela de Salinger y la identificación enfermiza con su protagonista se fortalecían al tiempo que aumentaba su odio a Lennon, al que consideraba un phoney, un farsante, insulto que Holden Caulfield repite una y otra vez para designar a todos aquellos que le desagradan. En el juicio, Chapman declaró que una de las razones del crimen fue su deseo de dar a conocer al mundo las peripecias de Holden Caulfield. Supongo que a él, como a nosotros entonces, a nuestros diecisiete años, le cautivó el joven rebelde que se resiste a crecer, que escapa a Nueva York para sentirse libre y lo único que descubre es que está solo ante un mundo que no comprende ni le comprende, que lo que más desea en la vida es proteger a su hermana pequeña, Phoebe, que venera a su hermano muerto, Allie, y que tras conocer un mundo de bailes con chicas de pueblo, habitaciones solitarias de hotel, prostitutas y chulos que pegan puñetazos en el estómago, vuelve una y otra vez a Central Park, paraíso de su infancia donde los patos desaparecen en invierno.
Chapman llegó a Nueva York el seis de diciembre de 1980, dos días antes de descerrajar cinco tiros a Lennon a las puertas del edificio Dakota, situado precisamente frente a ese Central Park tan querido por Holden. En esas cuarenta y ocho horas el inminente homicida buscó una prostituta, compró una pistola y adquirió un ejemplar de El guardián entre el centeno, en el que escribió: “Esta es mi declaración”. Horas antes de matarle, se acercó a Lennon y le pidió un autógrafo.
Esta historia me obsesionó durante algún tiempo. Me aterraba la idea de compartir la admiración por el mismo libro con un asesino, con alguien tan perturbado. De hecho todavía hoy pienso en ese suceso cuando me meto a chatear en foros literarios de Internet. Cuando conecto con alguien con el que comparto inquietudes, gustos y obsesiones literarias fuera de lo común, mi emoción inicial se ve frenada por una desconfianza que se vuelve desasosiego si esa persona se interesa por mí en aspectos extraliterarios. Me acuerdo de Mark David Chapman, pienso que si escribiera en un chat llegaría a entenderme con él, que tendríamos un importante vínculo a través de El guardián entre el centeno, que le admiraría a poco que escribiera entusiastas comentarios sobre Holden Caulfield. Me acuerdo del verso de Allen Ginsberg: “El hombre que asesinó a John Lennon tenía una coherencia de culto al héroe”. Pensamientos como ése me asaltan más a menudo de lo que desearía. Y a veces me asustan.